lunes, 6 de septiembre de 2010

Diario de un peregrino (dia 7)

Chove en Santiago
meu doce amor.

Camelia branca do ar brila
entebrecida ô sol.


Chove en Santiago
na noite escura.
Herbas de prata e de sono
cobren a valeira lúa.

Olla a choiva pol-a rúa,
laio de pedra e cristal.
Olla no vento esvaído
soma e cinza do teu mar.

Soma e cinza do teu mar
Santiago, lonxe do sol.
Ãgoa da mañán anterga
trema no meu corazón.

Llueve en Santiago
mi dulce amor
camelia blanca del aire
brilla entenebrado el sol.

Llueve en Santiago
y es noche oscura
hierbas de plata de sueños
cubren la desierta luna.

Mira la luna en la calle
queja de piedra y cristal.
Mira el viento perdido
sombra de tizna de tu mar.

Sombra de tizna de tu mar.
Santiago, lejos de tu sol
agua de mar
remueve mi corazón.

Federico García Lorca

Tras una noche bastante ligera de sueño seguramente debida a la siestecita del dia anterior me desperté mucho antes de que la luz del alba brotara en el horizonte. Por el ventanal junto a mi litera pude comprobar que el bar de al lado ni siquiera había abierto aún para los desayunos, y que una fina capa de lluvia ocupaba el ambiente. Recogí mis cosas y fui a la sala de descanso a desayunar un batido y galletas comprados el dia anterior. Allí me encontré nuevamente con la chica que dormía a mi lado, más madrugadora aún que yo, que estaba preparándose para salir. Permanecí un rato saboreando el batido de chocolate mientras miraba hacia la calle, pronto vi pasar a la muchacha y decidí hacer algo de tiempo para no tener que encontrármela en el Camino, no sé por qué pero me incomodaba bastante su presencia. Con el estómago lleno, la cabeza en su sitio y todo listo para la última dura jornada de camino salí a la calle cubierto con mi chubasquero a caminar con las luces de las farolas del pueblo.

A la salida del mismo me junté con unos pocos peregrinos más que esperaban en un cruce sin señalizar, debatiendo acerca del camino correcto. Decidieron girar hacia la derecha, yo que no lo veía tan claro me quedé un rato buscando algún tipo de señal, a veces llevaba unos momentos encontrar el más mínimo indicio que te muestra el camino a seguir, ya sea detrás de un poste, en el suelo o en una piedra (incluso a veces algún peregrino dejaba algunas ramas para mostrar el camino correcto en cruces no señalizados). Pronto nos volvimos a juntar otro grupo de desorientados, un chaval de rasgos orientales comprobó su guía, y tras dudar un poco finalmente tomamos el camino de la izquierda. Fue una decisión acertada, ya que tras unos cien metros el camino salía a la carretera y giraba hacia la izquierda, comprobé divertido que el grupo anterior venía desde la derecha de la misma, habiendo dado un rodeo para ellos supongo que algo molesto.

Disfruté los últimos kilómetros de mi aventura, del paso de mis pies entre la hierba verde, de los aromas y las vistas, pronto diría adios a la sensación de libertad, al recorrer pueblos con total independencia de otro medio de transporte que no fuera mi propia fuerza, a las leyendas de bosques encantados, al rumor de los ríos de agua cristalina, a la compañía del canto de los pájaros. Me sentía como las águilas que a menudo veo por mi tierra, sin más peso en mi vida que el de la mochila, sin necesitar nada más para vivir, realmente en aquellos momentos me estaba planteando el que aquello se convirtiera en mi modo de vida, el ir andando por el mundo sin descanso, conociendo gente y culturas, purificado por la lluvia, nunca en soledad, pues allá donde fuera siempre bailaría con mi sombra y la luna me acompañaría.

La ruta estaba más concurrida, mucho más, se podía sentir otro tipo de peregrinaje, más en convivencia, compartiendo sonrisas y palabras, disfrutando de la compañía de extraños con historias apasionantes. Cuando la calor apretaba y aún seguía lloviendo era todo un gusto desprenderse del chubasquero para caminar casi a cuerpo, con el bañador (los dias de lluvia caminaba con el bañador, una pena no poder haberlo usado en alguna de las hermosas playas del camino del norte).



Se acercaba la hora de comer, por el trayecto apenas se veían bares, salvo en un poblado donde llegué a eso de la una de la tarde, pero estaba tan abarrotado de peregrinos que decidí caminar un poco más, aunque no me quedaran víveres. Me adentré de nuevo en los bosques densos de eucaliptos, aprovechando tímidamente para orinar en el lugar más solitario con miedo a que en ese momento pasara algún otro peregrino. Seguí caminando ya prácticamente en soledad, a aquellas horas quien no estaba comiendo estaba descansando en alguna de las numerosas sombras del camino. El hambre comenzó a apretar, esperaba encontrar un bar que nunca llegaba, las fuerzas flaqueaban y ya pensaba que aquel dia me quedaría sin comer, hasta que con bastantes kilómetros ya a las espaldas me topé con Casa Porta, en Paio, con algunos peregrinos en bici descansando en la puerta. Entré y para mi sorpresa era un lugar con más turistas o gente que había salido a tomar algo que peregrinos (algo lógico siendo ya sábado). Me senté en la única mesa que había libre para pedir un menú, al fin mis piernas descansaron y comencé a comer tranquilamente mientras veía aquel extraño invento que ya ni recordaba, la televisión. Pronto por la puerta del bar vi una cara familiar, no me lo podía creer, ¡era Fernando! Me acerqué a saludarlo, iba con Laura. Por lo visto antes de tomar el autobús el dia que amanecimos en Sobrado como ya había mejorado el tiempo Laura quiso seguir en vez de esperar un dia mas y Fernando se decidió a acompañarla, pues Valentín, con la mochila repleta de mermeladas, miel y demás productos del monasterio, no tenía más remedio ya que irse. Me alegró bastante reencontrarme con ellos, les deseé buen camino y quedamos en que nos encontraríamos en Santiago.

Volví a mi mesa, a devorar mi comida mientras contemplaba la escena de la mesa de al lado, un matrimonio que había pedido algo así como una parrillada de carne y se la habían llevado cruda y a parte una plancha para que ellos mismos la cocinaran, algo realmente curioso, una idea que me encantó, y luego a parte pidieron un plato que les flambearon allí mismo. Cuando me di cuenta un grupo de mujeres aguardaba detrás de mi mesa esperando a que me fuera para sentarse, incluso me preguntaron si me quedaba mucho y hasta me metieron prisa, no podía creer a tal grupo de gilipollas, ¡qué poco respeto! Después de la dureza de mi peregrinaje la escena me enfadó bastante, así que dejé el segundo plato a medias, rehusé del postre y me fui a la barra a pagar por no decirles "ya os podeis meter la mesa por el coño si quereis".

Pese a todo lo ocurrido en el bar no alteró mi humor, es imposible enfadarse ya que lo que te llena el corazón en aquel lugar no deja espacio para nada más. Llegué al río de Labacolla, donde antiguamente los peregrinos descansaban para refrescarse y lavarse para estar presentables a su llegada a Santiago. Me adentré en otro bosque, el último, algo más concurrido por la proximidad del destino. Allí encontré una tumba, en la placa venía explicado que allí mismo, a apenas unos kilómetros de llegar, un hombre de sesenta y nueve años había muerto haciendo el peregrinaje, la tristeza invadió mi corazón de pensar en lo que debió sufrir por no haber alcanzado su objetivo, pero seguramente esté satisfecho, porque cada peregrino que pase por ahí cogerá un trozo de su alma para que le acompañe hasta el final. Pronto el sendero me llevó a atravesar la zona del aeropuerto y de ahí a la carretera del Monte Do Gozo, el monte que hay justo a la entrada de Santiago. La subida fue durísima, por el asfalto y sin ninguna sombra, y el único atractivo de naves industriales y de la televisión gallega. Al fin llegué a lo más alto, donde se supone que se tiene que ver la ciudad, pero que no aparecía por ninguna parte. La opción de Fernando y Laura era la de quedarse en el albergue de Monte Do gozo, ya a apenas cuatro kilómetros de la llegada, un albergue bastante amplio, cómodo y limpio en el que merecía la pena hacer noche, pero yo me sentía ya tan cerca... En la bajada unos peregrinos ciclistas pasaron corriendo cantando y gritando felices de dejarse caer hacia la ciudad. Me gritaron dándome ánimos, que me valieron de mucho y un ¡nos vemos en Santiago!, y respondí gritando también, sonriendo, fatigado, sin fuerzas pero decidido a no darme tregua alguna.



Llegada a Santiago de Compostela, ¡al fin! Entré disfrutando de la ciudad, portando orgulloso mi mochila y mi bordón, era un peregrino de Santiago y llegaba a mi destino. Primeramente me dediqué a encontrar el albergue de La Asunción, un antiguo claustro que antiguamente había servido como seminario. Había bastante cola para entrar, temía haber llegado demasiado tarde como para que quedaran camas libres, la situación del albergue era estupenda, en la zona vieja de la ciudad desde la que se podía ver perfectamente la Catedral y su entorno. Finalmente llegó mi turno y me asignaron una cama, fui siguiendo las indicaciones que me dieron entre salas y habitaciones que hacían un laberinto interminable. Cuando llegué al fin a mi cama observé horrorizado que estaba ocupada, así que desanduve los kilómetros que separaban hasta la entrada para hablar nuevamente con el encargado, el cual me acompañó, y al ver que efectivamente estaba ocupada intentó arreglarlo. Finalmente terminó dándome una cama libre que había en una pequeña habitación al lado, yo estaba encantado, tenía mi esquinita, donde siempre me gustaba dormir, en una habitación reducida en vez del enorme salón con cientos de camas que tenía asignado al principio.



Con todo arreglado en el albergue y librado del mochilón me dirigí hacia la Catedral, al entrar a la plaza del Obradoiro recordé con ilusión cuando estuve en aquel mismo lugar años atrás, me puse a recorrer todo aquello que vagamente recordaba y me encantó, vi al famoso abuelete disfrazado de peregrino que se echa fotos con los turistas y finalmente entré en la abarrotada Catedral, a rebosar de gente, y el Santo Dos Croques, donde tradicionalmente se pedía un deseo dando cabezazos a una figura, en restauración. Al terminar mi visita salí a la ciudad a dar una vuelta, me metí en una cafetería a echar un cafelito, sentado leyendo el periódico o jugueteando con las cartas. Junto a mí había unos chavales jugando al mús, cuando me vieron sacar las cartas comenzaron a mirarme todos de reojo y medio riéndose, bastó con un par de florituras para que apartaran la vista y siguieran a su juego, seguramente les quité las ganas de invitarme a la partida.



Tras dar varias vueltas por la ciudad mirando tiendas cené algo en un bar y me tomé unas cuantas cervezas, seguramente más de la cuenta, pero... ¡qué demonios! Estaba de celebración al fin y al cabo, aunque mi peregrinaje aún no había llevado a su fin, o, al menos no lo sentía así. Ya de noche, antes de que cerraran las puertas, volví al albergue, en cuya entrada unos muchachos de más o menos mi edad hablaban mientras fumaban un cigarro, me senté a acompañarlos, tras lo cual di buenas noches a la Catedral iluminada al fondo y me fui a mi esquinita tras el laberinto de habitaciones a dormir plácidamente.

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