De Ruta por Escocia (Día 25 de Marzo)
La primera parada del día fue Glamis Castle, el castillo en el que pasó la niñez la Reina Madre. Cuando llegamos a la aldea de Glamis era temprano aún, y el castillo no estaba abierto al público. Así que aprovechamos para desayunar unos batidos y unos cuantos pastelitos y galletas, mientras dábamos una vueltecita por la aldea, disfrutando de una preciosa mañana soleada. Cuando abrieron el castillo, volvimos al coche y cruzamos la finca observando los pastos que había a un lado y otro de la carretera, con sus vacas escocesas de pelo largo y flequillo al viento. Al llegar al castillo, para acceder a la zona de aparcamiento teníamos que pagar la entrada al castillo, que nosotros no pretendíamos ver por dentro. Así que dimos la vuelta con el coche y lo aparcamos a un lado de la carretera ante el asombro e indignación de la señora que había cobrando la entrada. Hicimos unas fotos al castillo desde fuera, y a las vacas flequilludas que tanto nos llamaban la atención.
Al salir de Glamis, nos dirigimos a Dunkeld que es un pueblo pequeñito, a la orilla del río Tay, con una bonita catedral que se encuentra mitad en funcionamiento, mitad en ruinas. Después de aparcar el coche, fuimos hasta el puente que cruza el río, para tener unas buenas vistas del río y de los alrededores. Hicimos unas cuantas fotos y desandamos el camino para llegar a la catedral que se encuentra en la orilla norte del río. La extensión que hay entre la catedral y el río es una alfombra de hierba, salpicada de viejas tumbas y altos árboles. Me alegró muchísimo que pudiésemos visitar esta catedral durante un día tan despejado y tan luminoso. Los alrededores de la catedral eran fantásticos, con el sol reflejándose en el agua, y la vegetación mostrando su mejor verde. El interior de las ruinas también tenía mucha magia, con el sol colándose por cada recoveco y proyectando en las paredes las siluetas de los viejos ventanales.
A Edu, en un arrebato de locura transitoria, se le ocurrió meter la cabeza en el río. Por diversión, vaya. Y por supuesto, yo no me pude quedar atrás, así que ahí nos ves a los dos dislocados metiendo la cabeza en un agua más fría que la nevera del Yeti, por hacer el salvaje un rato. Eso sí, por mucho sol que hiciese, hacía un frío del carajo por aquellas latitudes. Pero bueno, no todos los días puede uno meter la cabeza en un río Escocés ¿No?
Poco antes de montarnos en el coche, para seguir la ruta, nos paramos en una pequeña librería en la que vendían libros de segunda mano a echar un ojo. Vimos varios libros que nos llamaron la atención, aunque no llegamos a comprar ninguno. Cuando las niñas volvieron de comprar agua, salimos de la librería y volvimos al coche para ponernos rumbo al Mirador de la Reina.
Para llegar al Mirador de la Reina, pasamos por Pitlochry, un pueblo bastante más grande y bonito que Dunkeld. Pero por desgracia tampoco teníamos mucho tiempo para parar, así que lo vimos desde el coche al pasar por él, y punto. Seguimos por la carretera hacia el norte y luego al oeste, hasta que llegamos al Mirador de la Reina, llamado así desde que lo visitó la Reina Victoria en 1866. El mirador se sitúa sobre el Lago Tummel y desde él hay unas vistas espectaculares del lago y de los alrededores. Cuando estábamos haciéndonos la clásica foto de grupo, para nuestro total asombro, pasó un caza del ejercito justo por encima del lago. Tuve algo de suerte, y me dio tiempo a hacerle un par de fotos antes de que se perdiese de nuevo en el horizonte seguido de su ruido atronador.
Desde aquí, intentamos llegar a Balmoral Palace, la residencia de verano de la Reina de Inglaterra, parando por el camino a comer algo en Braemar. Aquí entramos en un supermercado cualquiera, compramos un paquete de pan de molde, una buenas lonchas de jamón de York (aunque no fuese del mismo York, claro xD) y nos pusimos las botas a base de sandwichs, sentados en un banco donde mejor pudimos resguardarnos del frío viento.
Con la barriga llena, y la vejiga vacía fuimos en busca de Balmoral Palace. La búsqueda fue todo un fracaso. Primero nos perdimos buscando la entrada al palacio, y después de ver donde estaba la entrada descubrimos no sólo que estaba cerrado, sino que desde la verja exterior tampoco podíamos ver nada. Así que después de esta absurda pérdida de tiempo nos dirigimos hacia Stonehaven y de ahí a Dunnottar Castle. Carlos y yo éramos los únicos que sabíamos, a priori, como es Dunnottar Castle y fuimos todo el camino de Stonehaven mirando a la costa, esperando ver el castillo. Por suerte, no lo vimos hasta que aparcamos el coche y empezamos a andar hacia él. Cuando estábamos aún lejos pero ya se podía ver, Edu nos pidió que parásemos para hacernos una foto de grupo, con el castillo de fondo. Carlos y yo lo ignoramos, y seguimos andando cada vez más deprisa hacia el castillo. Teníamos unas ganas tremendas de verlo de cerca, que es donde reside la gracia. Hasta que de pronto llegamos a una valla desde donde bajaba un sendero hasta el pie del montículo donde se alza Dunnottar Castle. ¡Impresionante! Carlos y yo no parábamos de alabar lo bonito del paisaje que estábamos viendo ante la sorprendida mirada del resto del grupo, que aún no había llegado al punto donde estábamos nosotros. Cuando el resto de la gente, por fin, llegó a donde les esperábamos Carlos y yo disparando fotos sin parar, entendieron porque no queríamos hacer fotos de lejos y porqué alabábamos tanto este castillo. La gracia no está en el castillo en sí, sino su emplazamiento. Las ruinas del castillo están situadas en una especie de meseta rocosa de acantilados de unos 50 metros de altura, rodeada por el mar del Norte. Y el único acceso es un estrecho canal de tierra que lo conecta con tierra firme, que continúa como un escarpado sendero que acaba en una puerta fortificada. Dimos una vuelta por la zona, e hicimos fotos, fotos y más fotos.
Ya anocheciendo volvimos al coche para recorrer el último tramo hasta Inverness, donde dormiríamos esa noche. En este tramo de carretera de aproximadamente 100 millas (uno 160 km) nos dedicamos a animar a ciclistas a los que adelantábamos en Aberdeen, encontramos montones y montones de rotondas, pusimos realmente a prueba la aceleración de nuestro Zafira para adelantar a camiones y demás vehículos lentos... y en este trayecto nos pasaron dos de las anécdotas más recordadas del viaje.
Una de ellas fue muy surrealista. Íbamos como de costumbre, todos hablando, diciendo tonterías, bromas, chistes y demás. Hasta que de pronto, por una carretera de dos carriles, uno para cada sentido del tráfico, en plena noche, vemos un objeto bastante más grande que nuestro coche, con montones de lucecitas, que viene de frente hacia nosotros por la carretera. Todos nos callamos de golpe y nos quedamos mirando el montón de luces (algunas parpadeantes y otras fijas) que cada vez está más cerca. Hasta que las luces pasan por nuestra derecha, y siguen su camino tranquilamente, ajenas a nosotros. De pronto todos estallamos en risas gritando:
- ¿Qué ha sido eso?
- ¿Estamos todos? ¿Han abducido a alguien?
- ¡Un OVNI! ¡Diosanto! ¡Creo que me han inseminado!
- ¡A ver, recuento de personal! ¿Falta alguien?
Evidentemente, lo que nos cruzamos fue una especie de vehículo de maquinaria pesada. Ya fuese una excabadora, tractor, o algo por el estilo cuyas luces para el transporte nocturno no eran muy normales, al menos comparadas con las que estamos acostumbrados en España. Eso sí, esto nos dio para un buen rato de risas y cachondeo con las lucecitas de los extraterrestres.
La otra anécdota ocurrió llegando a Inverness. Como somos (por no usar descalificativos) unos cachondos de vez en cuando nos daba por bajar todas las ventanillas del coche en plena carretera sólo por hacer la puñeta, con el frío que hacía. Otras veces, hacíamos el tonto ante los transeúntes de las ciudades, sólo por echar unas risas. Y, como digo, llegando a Inverness pasamos por al lado de un grupo de chavales en monopatín, creo recordar. Edu, en los asientos de atrás, ve a los chavales y decide gritarles algo, asustarlos, o no sé que pretendía. Mira por la ventana esperando el momento exacto para gritar. Apoya el dedo en el botón preparándose para bajar la ventanilla y para coordinar la ventanilla bajándose y el grito que va a dar en el momento en que pasemos por al lado de los chavales. Calcula la distancia que queda, y cuando llega el momento crítico, aprieta el botón mientras toma todo el aire que puede para gritar a pleno pulmón... y la ventanilla no baja. Pulsa con más fuerza y la ventanilla sigue sin bajar. Mientras mantiene el aire en los pulmones, empieza a arañar el cristal, vuelve a pulsar el botón, vuelve a arañar el cristal... desesperado por estar pasando junto a los chavales y no poder gritar porque sabe que no le oirán. Suelta el aire y se vuelve hacia nosotros. Todos podemos ver la desesperación y la rabia en sus ojos y estallamos en risas. Y de pronto, Edu empieza a meterse conmigo, que soy el que le había puesto el bloqueo para niños a las ventanillas de atrás con la esperanza de que pasase justo lo que acababa de pasar. Al final, todos nos reímos a carcajadas, incluido Edu, de ver el espectáculo que ha dado para nada.
En poco tiempo llegamos a Inverness. Dimos unas vueltecillas con el coche hasta que encontramos el albergue, que estaba a escasos metros del castillo. Dejamos las maletas en una habitación más fría que un iglú y salimos a la calle en busca de un sitio donde cenar. Acabamos, como no, en un McDonalds. Que por cierto, ha sido la última vez hasta la fecha que he pisado un McDonalds jejeje. Después de la cena, nos dimos unas duchas, y en pijama nos sentamos en la sala común a recargar los móviles, cámaras y todo lo recargable que llevábamos encima. Había un libro de visitas en el que firmamos después de echarle un ojo. En aquel libro firmé, reutilizando y modificando una de mis citas preferidas para que quedase plasmada así:
“Un viaje que no deja huella en tu corazón jamás fue un viaje. Y este viaje está dejando una huella muy profunda"
Para acabar la noche: tomamos unas infusiones, hicimos unos juegos de magia con cartas, nos dimos un poco de conversación y a dormir.
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Al salir de Glamis, nos dirigimos a Dunkeld que es un pueblo pequeñito, a la orilla del río Tay, con una bonita catedral que se encuentra mitad en funcionamiento, mitad en ruinas. Después de aparcar el coche, fuimos hasta el puente que cruza el río, para tener unas buenas vistas del río y de los alrededores. Hicimos unas cuantas fotos y desandamos el camino para llegar a la catedral que se encuentra en la orilla norte del río. La extensión que hay entre la catedral y el río es una alfombra de hierba, salpicada de viejas tumbas y altos árboles. Me alegró muchísimo que pudiésemos visitar esta catedral durante un día tan despejado y tan luminoso. Los alrededores de la catedral eran fantásticos, con el sol reflejándose en el agua, y la vegetación mostrando su mejor verde. El interior de las ruinas también tenía mucha magia, con el sol colándose por cada recoveco y proyectando en las paredes las siluetas de los viejos ventanales.
A Edu, en un arrebato de locura transitoria, se le ocurrió meter la cabeza en el río. Por diversión, vaya. Y por supuesto, yo no me pude quedar atrás, así que ahí nos ves a los dos dislocados metiendo la cabeza en un agua más fría que la nevera del Yeti, por hacer el salvaje un rato. Eso sí, por mucho sol que hiciese, hacía un frío del carajo por aquellas latitudes. Pero bueno, no todos los días puede uno meter la cabeza en un río Escocés ¿No?
Poco antes de montarnos en el coche, para seguir la ruta, nos paramos en una pequeña librería en la que vendían libros de segunda mano a echar un ojo. Vimos varios libros que nos llamaron la atención, aunque no llegamos a comprar ninguno. Cuando las niñas volvieron de comprar agua, salimos de la librería y volvimos al coche para ponernos rumbo al Mirador de la Reina.
Para llegar al Mirador de la Reina, pasamos por Pitlochry, un pueblo bastante más grande y bonito que Dunkeld. Pero por desgracia tampoco teníamos mucho tiempo para parar, así que lo vimos desde el coche al pasar por él, y punto. Seguimos por la carretera hacia el norte y luego al oeste, hasta que llegamos al Mirador de la Reina, llamado así desde que lo visitó la Reina Victoria en 1866. El mirador se sitúa sobre el Lago Tummel y desde él hay unas vistas espectaculares del lago y de los alrededores. Cuando estábamos haciéndonos la clásica foto de grupo, para nuestro total asombro, pasó un caza del ejercito justo por encima del lago. Tuve algo de suerte, y me dio tiempo a hacerle un par de fotos antes de que se perdiese de nuevo en el horizonte seguido de su ruido atronador.
Desde aquí, intentamos llegar a Balmoral Palace, la residencia de verano de la Reina de Inglaterra, parando por el camino a comer algo en Braemar. Aquí entramos en un supermercado cualquiera, compramos un paquete de pan de molde, una buenas lonchas de jamón de York (aunque no fuese del mismo York, claro xD) y nos pusimos las botas a base de sandwichs, sentados en un banco donde mejor pudimos resguardarnos del frío viento.
Con la barriga llena, y la vejiga vacía fuimos en busca de Balmoral Palace. La búsqueda fue todo un fracaso. Primero nos perdimos buscando la entrada al palacio, y después de ver donde estaba la entrada descubrimos no sólo que estaba cerrado, sino que desde la verja exterior tampoco podíamos ver nada. Así que después de esta absurda pérdida de tiempo nos dirigimos hacia Stonehaven y de ahí a Dunnottar Castle. Carlos y yo éramos los únicos que sabíamos, a priori, como es Dunnottar Castle y fuimos todo el camino de Stonehaven mirando a la costa, esperando ver el castillo. Por suerte, no lo vimos hasta que aparcamos el coche y empezamos a andar hacia él. Cuando estábamos aún lejos pero ya se podía ver, Edu nos pidió que parásemos para hacernos una foto de grupo, con el castillo de fondo. Carlos y yo lo ignoramos, y seguimos andando cada vez más deprisa hacia el castillo. Teníamos unas ganas tremendas de verlo de cerca, que es donde reside la gracia. Hasta que de pronto llegamos a una valla desde donde bajaba un sendero hasta el pie del montículo donde se alza Dunnottar Castle. ¡Impresionante! Carlos y yo no parábamos de alabar lo bonito del paisaje que estábamos viendo ante la sorprendida mirada del resto del grupo, que aún no había llegado al punto donde estábamos nosotros. Cuando el resto de la gente, por fin, llegó a donde les esperábamos Carlos y yo disparando fotos sin parar, entendieron porque no queríamos hacer fotos de lejos y porqué alabábamos tanto este castillo. La gracia no está en el castillo en sí, sino su emplazamiento. Las ruinas del castillo están situadas en una especie de meseta rocosa de acantilados de unos 50 metros de altura, rodeada por el mar del Norte. Y el único acceso es un estrecho canal de tierra que lo conecta con tierra firme, que continúa como un escarpado sendero que acaba en una puerta fortificada. Dimos una vuelta por la zona, e hicimos fotos, fotos y más fotos.
Ya anocheciendo volvimos al coche para recorrer el último tramo hasta Inverness, donde dormiríamos esa noche. En este tramo de carretera de aproximadamente 100 millas (uno 160 km) nos dedicamos a animar a ciclistas a los que adelantábamos en Aberdeen, encontramos montones y montones de rotondas, pusimos realmente a prueba la aceleración de nuestro Zafira para adelantar a camiones y demás vehículos lentos... y en este trayecto nos pasaron dos de las anécdotas más recordadas del viaje.
Una de ellas fue muy surrealista. Íbamos como de costumbre, todos hablando, diciendo tonterías, bromas, chistes y demás. Hasta que de pronto, por una carretera de dos carriles, uno para cada sentido del tráfico, en plena noche, vemos un objeto bastante más grande que nuestro coche, con montones de lucecitas, que viene de frente hacia nosotros por la carretera. Todos nos callamos de golpe y nos quedamos mirando el montón de luces (algunas parpadeantes y otras fijas) que cada vez está más cerca. Hasta que las luces pasan por nuestra derecha, y siguen su camino tranquilamente, ajenas a nosotros. De pronto todos estallamos en risas gritando:
- ¿Qué ha sido eso?
- ¿Estamos todos? ¿Han abducido a alguien?
- ¡Un OVNI! ¡Diosanto! ¡Creo que me han inseminado!
- ¡A ver, recuento de personal! ¿Falta alguien?
Evidentemente, lo que nos cruzamos fue una especie de vehículo de maquinaria pesada. Ya fuese una excabadora, tractor, o algo por el estilo cuyas luces para el transporte nocturno no eran muy normales, al menos comparadas con las que estamos acostumbrados en España. Eso sí, esto nos dio para un buen rato de risas y cachondeo con las lucecitas de los extraterrestres.
La otra anécdota ocurrió llegando a Inverness. Como somos (por no usar descalificativos) unos cachondos de vez en cuando nos daba por bajar todas las ventanillas del coche en plena carretera sólo por hacer la puñeta, con el frío que hacía. Otras veces, hacíamos el tonto ante los transeúntes de las ciudades, sólo por echar unas risas. Y, como digo, llegando a Inverness pasamos por al lado de un grupo de chavales en monopatín, creo recordar. Edu, en los asientos de atrás, ve a los chavales y decide gritarles algo, asustarlos, o no sé que pretendía. Mira por la ventana esperando el momento exacto para gritar. Apoya el dedo en el botón preparándose para bajar la ventanilla y para coordinar la ventanilla bajándose y el grito que va a dar en el momento en que pasemos por al lado de los chavales. Calcula la distancia que queda, y cuando llega el momento crítico, aprieta el botón mientras toma todo el aire que puede para gritar a pleno pulmón... y la ventanilla no baja. Pulsa con más fuerza y la ventanilla sigue sin bajar. Mientras mantiene el aire en los pulmones, empieza a arañar el cristal, vuelve a pulsar el botón, vuelve a arañar el cristal... desesperado por estar pasando junto a los chavales y no poder gritar porque sabe que no le oirán. Suelta el aire y se vuelve hacia nosotros. Todos podemos ver la desesperación y la rabia en sus ojos y estallamos en risas. Y de pronto, Edu empieza a meterse conmigo, que soy el que le había puesto el bloqueo para niños a las ventanillas de atrás con la esperanza de que pasase justo lo que acababa de pasar. Al final, todos nos reímos a carcajadas, incluido Edu, de ver el espectáculo que ha dado para nada.
En poco tiempo llegamos a Inverness. Dimos unas vueltecillas con el coche hasta que encontramos el albergue, que estaba a escasos metros del castillo. Dejamos las maletas en una habitación más fría que un iglú y salimos a la calle en busca de un sitio donde cenar. Acabamos, como no, en un McDonalds. Que por cierto, ha sido la última vez hasta la fecha que he pisado un McDonalds jejeje. Después de la cena, nos dimos unas duchas, y en pijama nos sentamos en la sala común a recargar los móviles, cámaras y todo lo recargable que llevábamos encima. Había un libro de visitas en el que firmamos después de echarle un ojo. En aquel libro firmé, reutilizando y modificando una de mis citas preferidas para que quedase plasmada así:
“Un viaje que no deja huella en tu corazón jamás fue un viaje. Y este viaje está dejando una huella muy profunda"
Para acabar la noche: tomamos unas infusiones, hicimos unos juegos de magia con cartas, nos dimos un poco de conversación y a dormir.
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