jueves, 4 de junio de 2009

Diario de un peregrino (dia 2)

"El Camino son tus pies y tu mochila, tu corazón y tu alma, tus pensamientos, tu cabeza y tus amigos"

Sonó temprano la alarma del móvil, aunque no hizo falta mucho para que me despertara despejado. Por la ventana entraba el sonido de los pájaros, y al descorrer las cortinas los rayos del Sol penetraron en la habitación con todo su esplendor. Permanecí un buen rato asomado a la ventana, contemplando el puerto mojado por aguas del Cantábrico, mar del que me despedía aquel dia por el resto del camino. Me costaba creer que aquel armonioso escenario de casas entre la arboleda gallega fuera el mismo de la infernal noche anterior en la que todo parecía no poder salir bien. Tranquilamente recogí lo poco que pude dejar por medio la noche anterior y tras asegurarme de que no me dejaba nada bajé a la recepción, donde el mismo hombre me saludó amablemente y me preguntó qué tal la noche, tras contestar le agradecí de todo corazón que se hubiera portado tan bien conmigo, y tras marcar el primer sello en mi Credencial (Hotel Bouza 31-08-2008) me deseó buen camino y con la felicidad de que fuera una persona con tanta bondad la primera que me lo deseara salí a buscar un bar donde devorar unas tostadas con tomate y un café, y ya aprovechar para comprar un par de bocadillos.




Tras abandonar el bar y abituallarme con un par de manzanas, un plátano y un paquete de galletas seguí las indicaciones de un amable anciano que me mostró el principio de mi peregrinaje. Al principio dudaba bastante, lo más que encontraba eran flechas amarillas que indicaban hacia dónde debía ir, y, como en el sur la gente es de otra manera, mi mayor temor era que algún gamberro pintara aquellas flechas que no conducían a ningún lado, pero a las afueras del pueblo encontré mi primer mojón. Allí por lo visto es tradición coger una piedra al principio del camino y dejarla en el mojón más lejano que alcances, sin embargo yo, por mi estúpida ignorancia, cada vez que veía un mojón con piedrecitas en lo alto lo que hacía era colocar una piedra más encima, en cada uno por cada persona que me importaba y que sentía que me acompañaba en mi viaje. Pasé por debajo de un pequeño puente al salir de Ribadeo y anduve buena parte del camino por el asfalto. Mis primeros kilómetros estaban llenos de desconciertos, no podía dejar de pensar en lo mucho y rápido que debía estar avanzando, o en lo tarde que llegaría por no llevar un buen ritmo, no tenía real percepción de la distancia que llevaba recorrida, pero eso dejó de importarme tras un par de horas de caminata, cuando mi camino, el cual iba bordeando la costa entre hermosos pueblos pesqueros, giró hacia el interior, entre caminos de tierra rodeados de montañas, frondosos bosques y extensas praderas, las más verdes que he visto en mi vida.



Pronto me encontraría con los primeros peregrinos, y los únicos en mucho tiempo, que me cruzaría por el camino. Fue en un minúsculo pueblo que apenas contaba con tres o cuatro casas, sentía la campana de la iglesia sonando y vi alguien subido al campanario, al aproximarme más contemplé divertido a un hombre nórdico de unos sesenta años cómo hacía sonar una melodía con la campana que a la vez tarareaba mientras que sus compañeros reían más abajo sentados mientras daban descanso a sus pies, y mientras una señora les gritaba desde la puerta de su casa con un palo de fregona en la mano, llamándoles gamberros y sinvergüenzas. Mi camino comenzó a ir cada vez más cuesta arriba y cada vez más hacia el interior. Paré en un lugar habilitado para descanso de los peregrinos, donde aproveché para descansar de una terrible cuesta arriba, respirar aire fresco, quitarme la camiseta sudada y descalzarme. Permanecí allí casi en armonía con la naturaleza, caminando descalzo por la húmeda hierba, reponiendo mi abastecimiento de agua en la fuente y refrescándome todo el cuerpo. Fue el primer descanso de muy pocos que sin saber entonces tomaría por el resto de mi viaje.



Atravesaba las montañas que veía en el horizonte y tras de mí podía distinguir los zigzagueos del camino andado. Por un minúsculo camino cerrado a modo de barranco que dividía propiedades de distintos vecinos me crucé con un señor mayor que iba azada al hombro y con quien me paré a hablar amistosamente, me preguntó si estaba haciendo el camino, si iba solo, si era mi primera vez... y tras una breve conversación me dio la mano y más que eso, ánimos para no decaer en el camino. Pronto llegué al concejo de Barreiros, marcado por un amplio cartel que daba la bienvenida a los peregrinos en varios idiomas, me hizo mucha ilusión porque comencé a ser consciente de que ya había atravesado un concejo. Allí encontré mis primeras vacas, bastante grandes, tanto que aun con una alambrada de por medio me daba un poco de, digamos, respeto pasar tan cerca. Pronto me encontré al principio de un valle y pude ver el largo camino que me esperaba allí atravesando varios pueblos minúsculos compuestos por cuatro o cinco casas cada uno.

Mi descenso atravesaba Villamartín pequeño, donde aprecié un pequeño cementerio que abarcaba el espacio de una casa, con casi todas las tumbas con nombre, pero muy pocas ocupadas, y pensé en lo a la vez triste y hermoso que resultaba aquello, triste por vivir sabiendo que tienes una tumba con tu nombre esperándote, y hermoso por pensar que allá donde te lleve la vida a tu muerte tendrás tu sitio en tu hogar. Tras la bajada vino la subida, y en Villamartín grande (creo que tenía una casa más que Villamartín pequeño) paré un momento para descansar la espalda de la mochila y reponer agua en una fuente, pero pronto los perros comenzaron a hacer jaleo y como tampoco quería molestar a sus dueños emprendí enseguida de nuevo mi marcha.

Mi siguiente parada fue como una hora más tarde, al llegar a Gondán, un pueblo de hortelanos y ganaderos donde me esperaba mi primer albergue de peregrinos. Llegué relativamente pronto, ya que aunque era un poco tarde de la hora de comer aún quedaban horas de sol. Dejé la mochila en unos comederos que habían en la parte de fuera y entré. Para mi sorpresa el albergue estaba desierto, o era el primero o según había comprobado por el camino sería el único peregrino que pernoctara allí. Aproveché para comer, descansar, dejar un regalito en los servicios y secar la camiseta sudada para que se secara un poco. Mi idea era la de quedarme allí, pero tras un rato sentado en el comedero contemplando el resto del pueblo pensé que eran demasiadas horas para permanecer en un sitio fijo sin hacer nada y solo, sobre todo cuando aún tenía fuerzas de sobra para seguir caminando. Aproveché el descanso para acercarme cámara en mano a una pequeña iglesia derruida que había cerca en medio de una extensión de hierba que estaba siendo labrada en parte por unos vecinos de la localidad, a quienes saludé amablemente, sin embargo unos perros (malditos perros...) decidieron que yo no debía pasar y se mostraron especialmente agresivos conmigo, y como mi bordón había quedado atrás en el albergue pensé que lo mejor sería dar media vuelta, decisión más que acertada cuando más adelante conocí a otro peregrino que había sido atacado por un perro (conclusión, si haces el camino lleva bordón, es útil aunque no lo uses para caminar).

Retomé mi camino a través de los bosques gallegos como próximo objetivo el bar "La Curva" en San Xusto. Allí paré para comer un bocadillo caliente y reponer los dos que habían caido aquella mañana. Al principio me dio mucho corte entrar, pues el bar más que un bar parecía una casa, sin embargo debía comprar víveres. El bar era como el salón de una casa vacío que apenas contaba con tres o cuatro sillas y una sola mesa, y al fondo la barra. Me acerqué a la joven "hermosa" de detrás de la barra y pregunté si era ya tarde para pedir unos bocadillos para llevar. La chica llamó a su madre y muy amablemente me hicieron un par de bocadillos que quitaban el sentío. Lo que más me llamó la atención de aquel bar era que efectivamente era su casa, pues al asomarme un poco a una puerta vi un pasillo decorado típico de una casa y una cocina muy poco propia de un bar, lo cual me recordó mucho al bar de mi abuelo, que lo tenía dentro de la casa. Con mis dos nuevos amigos llamados "Bocatajamón" y "Bocataqueso" me enfrenté a la más dura cuesta arriba de la jornada. Era bastante pendiente, a la vez que larga y resbaladiza por las piedras, en ese momento me acordé de los peregrinos gamberretes y en lo mucho que quizás les costaría a ellos subir aquella cuesta y que por lo menos tendrían que descansar varias veces en mitad.



Todo esfuerzo tiene su recompensa, el de aquella cuesta infernal fue el tranquilo bosque de eucaliptos que tuve que atravesar después, mi escenario favorito siempre que el camino no sea de asfalto. Pronto entré en el que aquel dia sí sería mi destino, un puente de piedra me dio acceso al pueblo de Lourenzá. ¡Oh, Lourenzá! ¡Qué precioso pueblo! Dejé los arreos en el albergue, un albergue precioso con suelo de madera que crujía a cada paso. Allí conocí a un grupo de peregrinas asturianas y a otro grupo de tres alemanas que a partir de ese dia descubrí que no solo podían llevar el mismo ritmo que yo, sino que incluso llegaron a dejarme atrás. Me descalcé y dejé las botas fuera, la mochila en la habitación, que compartía con las asturianas, y salí a la calle a un banco frente al albergue para descansar y llamar tranquilamente a casa. En aquel momento y en plena conversación telefónica un abuelete del pueblo se sentó a mi lado y comenzó a hablar conmigo acerca del camino. Colgué y continué el diálogo con él, pero pronto se convirtió en un monólogo acerca de la guerra civil, que la vivió en Barcelona, me habló del asedio a un castillo, de la disciplina de los soldados alemanes, de los amigos caídos, de las noches en las trincheras... Me dio muchísima pena aquella conversación recordando a mi abuelo y en lo mucho que me hubiera gustado haber oido aquellas historias de él y no de un extraño.



Le di esquinazo al vejete para entrar a ducharme en el albergue, y esperé dentro asomado por la ventana a que se fuera de allí, momento en que salí a tender la ropa lavada y la toalla de baño y fui a dar una vuelta por el pueblo que, para mi sorpresa, estaba de fiestas. En la plaza de la iglesia había un castillo hinchable donde los niños reían y jugaban, al lado unas casetas con una barra y los padres bebiendo y riendo, y más arriba, junto a la iglesia, un grupo de música se preparaba en el escenario para dar un concierto de la típica música de fiestas. Estuve un rato allí sentado, contemplando todo aquello y sintiendo la paz y tranquilidad que se respiraba en aquel pueblo, tras lo cual, cámara en mano, di una vuelta para ver y retratar un poco la zona. Más tarde entré en un bar para cenar algo, un bocadillo de lomo con una cocacola, y como tampoco tenía mucho que hacer, permanecí en aquel bar viendo un poco la televisión y tomándome un par de cervezas. La hija de los dueños del bar era una chica morena, de unos veinte años de edad, que me dejó boquiabierto. Años atrás ya pude comprobar la leyenda de la belleza de las chicas gallegas, pero al parecer ya no me lo creía o lo había olvidado. Solo una cosa pudo distraerme de mi distracción, fue el videoclip de Celtas Cortos "Retales de una vida" por la televisión, canción que me encantaba y que sin duda asociaba incluso desde antes a mi aventura por tierras galegas. La sensación fue de "todo va a salir bien, y ésta es la prueba". Al terminar mis cervezas y al ir a pagar me pidieron 1,40 €, a lo que respondí que habían sido dos cervezas, no una, ¡pero ese era el precio de las dos cervezas! Indignado le di al hombre tres euros y me bebí dos más de aquellas deliciosas estrellas de Galicia. Era ya relativamente tarde, y aunque no tenía nada de sueño me fui al albergue a dormir, pero fue una noche espantosa, ya que los mosquitos me asediaron cruelmente y una de las chicas asturianas roncaba más de lo que aparentaba que podía por su esmirriado cuerpecillo. Fue la única mala noche que pasé, eso sí.

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